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Un país para la contemplación

Un país para la contemplación

Abro las ventanas orientadas al sur, y de las cumbres del Veleta y el Mulhacén, a la izquierda, amanece un astro que comprendo sea el todopoderoso de la civilización humana. Tiene rayos como frondosas barbas brillantes y es de luz. Los Naranjitos amargos chorrean de sombra las aceras emblanquecidas por esta iluminación de Andalucía, que necesita de flashes para neutralizarla. Los gorriones en pleno jolgorio, saludan el despertar mosquitero sabedores de que en breve el calor será pesado. Una brisa con olor a mercado de abastos y cancaneos de descargas en el infinito azul de nuestros peinados.

He despertado a los chiquillos y los he cargado en el coche dirección a la playa. Estamos de vacaciones. Por el camino almendros, olivos y ya llegando a la salida de las alpujarras, castaños... Nos invita a la parada el sol oblicuo aún, desayunito en Lanjarón, con café de aguas manantiales, que por el líquido, y no por la esencia, tan bien reconforta como ese pan de pueblo empapado en aceite de oliva y tomate de huerta soleada.

Las laderas de las montañas se iluminan con la verticalidad cada vez más inminente del que nos vino a llamar por el borde izquierdo de la ventana, esta mañana. Ahora las cumbres quedan atrás, puntas de la corona de esa vega y carriles de agua que serpentean monstruosos de ambos lados de las montañas. Valle, río, salto, barranco. Y en la cuna del Guadalfeo muriente, cristal corriente, agua enzarzada entre juncos, higueras y cañas, junto a tomateras, aguacates, bananeros y chirimoyos. Costa tropical.

Todo es precioso. Esa es la razón por la que todos atraídos nos dirigimos a este sur, incluso nosotros que del sur somos. Cuando la industria y el modelo productivo son: belleza, aire puro, panorámicas, bien estar, tranquilidad y prominente naturaleza. A la vista está lo que hay que cuidar. Lo que hay que explotar. Lo que tenemos que controlar... Pues los valles son bellos arbolados y ribereños, pero no urbanizados. Ya que las montañas son, campos de vida, fauna entre pinares, encinas, con los caprichos de zarzas y moreras, salpicados de prados y desagües naturales, pero no urbanizados y mucho menos, explotados vilmente, por campos de golf ni cementeras, que cementerio son de nuestro potencial y poderío. Y es que la costa de cañas y plantaciones tropicales deslumbra de belleza, las aguas ricas en peces y plantas son también para observarlas y no para matarlas con restos de fuel de absurdas embarcaciones contaminantes, propias de los principios del siglo XX, y ni mucho menos el recorte tangente, de las urbanizaciones feas, ni bonitas... La belleza natural es la que nos da de comer, y de agradecer es pues que de poco humo hemos de depender. La explotación de una industria como es la de la belleza paisajística y social, la callejera, montañera, costera y del descanso... Tiene como virtud y maravilla, que todos nos podemos dedicar a eso, y no a estropearla para buscarla lejos...

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